Todo necio confunde valor y precio.

Machado

A mediados del siglo xvii, Antonio Pérez (no precisamente el célebre), un jesuita discípulo de Suárez, se las ingeniaba para hacer casar armoniosamente un problema que había venido turbando a toda la Escuela de Salamanca: en breve, cómo conciliar los derechos con el Derecho. Amén de la finura y la destreza con la que este letrado se movía en un derecho natural que empezaba a mostrar claros síntomas de agotamiento, de su De iustitia et de iure (1648) huelga rescatar para el caso la aparición táctica de un concepto: la “suidad” (suitas). Ésta, expuesta de manera apretada, pretendía nada menos que articular la memorable, y no menos ambigua, definición ensayada por Ulpiano a propósito de la justicia, a saber, aquel archiconocido «dar a cada uno lo suyo» (suum cuique tribuere). La “suidad” era presentada, a este respecto, como un vínculo especial (praelationem) en el trato entre personas o en el uso entre una cosa y una persona, y contrapuesta nada casualmente al abuso que conllevaba, por su parte, la relación de “propiedad” (dominium). Se podría concluir, por tanto, que la “suidad” para Pérez implicaba una suerte de indisponibilidad, de irreductibilidad inalienable, que debía ser respetada y preservada por encima de todo, so pena de negligencia y consiguiente castigo.

Tristán e Isolda. Cornwall, s. VI.

Tristán e Isolda. Cornwall, s. VI.

Acaso ya fuera posible notar en esa fricción un vestigio residual de lo sagrado y, mutatis mutandis, la imparable desfiguración de un mundo que –a fuerza de profanaciones– terminaría por perderse, hundirse, tras la apariencia de lo prosaico, la obviedad de la mercancía. Si además, como señala Agamben amparándose en el rigor filológico, religio no sería tanto lo que uniría a los hombres y a los dioses (religare) como, antes al contrario, lo que velaría para que se reconocieran diferentes (relegere), el capitalismo en su fase actual sería la realización –y en este punto nos separamos del italiano– no de una nueva religión, sino de su ateísmo más consumado. Se entenderá el punto: si en principio todo es mercancía, entonces no ha lugar a un más allá, a algo distinto. (Por cierto, ¿no era esta imperceptible obviedad comparable a aquella otra del advenedizo y lastimoso protagonista de El burgués gentilhombre (1670)? Recordemos sus palabras: «¡A fe mía! Más de cuarenta años hace que me expreso en prosa sin saberlo». No mucho tiempo habría de pasar para que la mercancía lo inundara todo [«sin saberlo…»], y Marx –para nosotros el Profesor de filosofía de Monsieur Jourdain– nos apercibiera de su presencia absoluta).

Prosigamos. En pleno siglo xiii, por ejemplo, cualquiera que se decidiera por hacer sumersiones en la magna obra de Bracton, pongamos por caso, en su De Legibus et Consuetudinibus Angliae, se toparía con episódicos pasajes de contención en donde éste bregaría inexorablemente con una soberanía absoluta que, habiendo perdido la debida deferencia para con la cosa sagrada, osaba en su desmesura todavía pretender enajenarla (res quasi sacra […] quae dari non potest neque vendi neque ad alium transferri). Pasados unos cuantos siglos, a mediados del xviii, Montesquieu ya era capaz de apartar el asunto por obsoleto, dando fe del sintomático vuelco en su Del espíritu de las leyes (1748): «dominados por el espíritu del comercio, se trafica con todas las acciones humanas y con todas las virtudes morales: las cosas pequeñas, incluso las que pide la humanidad, se hacen o se dan por dinero». Teniendo esto presente, no sorprende que prácticamente en paralelo, y ante el espectro de una incipiente globalización que ya se barruntaba sacrílega, Kant intentara salvar alguna fracción de lo sagrado disponiéndola al abrigo y recaudo de la moralidad. La “dignidad”, rescatada, era objeto de excepcional consideración en su Fundamentación para una metafísica de las costumbres (1785), por situarse «infinitamente por encima de cualquier precio, con respecto al cual no puede establecerse tasación o comparación algunas sin, por decirlo así, profanar su santidad».

Con esto y con todo, es menester desplazarse en este relato hasta el siglo xix para que un bisoño Savigny, con su Tratado sobre la posesión (1803), propicie y reabra el debate, aunque con un semblante dispar. De esta manera, a pesar incluso del cambio de bártulos conceptuales, lo entonces dado a pensar era la relación equívoca entre la “propiedad” y la “posesión”. Fueron varios, en todo caso, los juristas que a la sazón se dejaron tentar por la distinción borrosa. Entre ellos cabría destacar, por lo pronto, a Ihering y su estudio La posesión (1889). Según él, el conflicto aparente que guardaban la posesión y la propiedad podría fácilmente resolverse si se miraba de cerca, a saber, «la posesión es el poder de hecho, y la propiedad el poder de derecho. Ambas pueden encontrarse en cabeza del propietario, pero también pueden separarse, pudiendo esto ocurrir de dos maneras. O el propietario transfiere a otro la posesión tan sólo, quedándose con la propiedad (possessio justa); o la posesión le es arrebatada contra su voluntad (possessio injusta)». No sólo.

En geografías más meridionales, algún español incluso, indignado por las sucesivas modificaciones y enmiendas que venía recibiendo una Pepa (la Constitución española de 1812 –1812, 1820 y 1836–) cada vez menos liberal, no dejó escapar la ocasión para mostrar alguna que otra disconformidad de fondo en virtud del uti, fruti y consumere, es decir, de la nada irrelevante prestación económica que entrañaba la propiedad. Este fue el caso, verbigracia, del injustamente olvidado Camilo Alonso Valdespino y su De la reforma de las leyes civiles de España (1853). A su ver, el reconocimiento que, con inopinada anuencia, se le había hecho jugar a la propiedad en el código civil propiciaba, en su extralimitación, nuevas formas de usura –contratos de arrendamiento, de inquilinato, censo o préstamo de interés– que a la postre concurrían en palmaria injusticia. En otras palabras, se facultaba un derecho de propiedad (una imposture, diría Rousseau) y se consentía un abuso (jus abutendi), pues, al deslindarse la riqueza del trabajo (he aquí el auténtico robo), se alimentaba tácitamente la holgazanería. De ahí su proyecto: «El espíritu de la ley que presentamos es […] conservar unidas siempre la posesión y la propiedad de las cosas de modo que no se enagenen [sic] la una sin la otra». De alguna manera, y tornando de nuevo al siglo de Bracton, de fondo latía la genuina reivindicación franciscana de la “altísima pobreza” y, más en concreto, de un uso de hecho (usus facti), es decir, de una posesión pura que se mostraba refractaria al abuso de la propiedad (dominium) y que eo ipso escapaba a la asimilación jurídica. Como es de sobra conocido, el anhelo franciscano quedó aplacado por la bula de Juan XXII, así como las reclamaciones de Valdespino por unos «jurisconsultos, sometidos al poder». Y es que, muy probablemente, la amenaza de una possessio injusta pesaba más que las condiciones para una libertad material. Justos por pecadores…

Bernardino Stagnino, Lucifer devorando a Judas, 1512.

Bernardino Stagnino, Lucifer devorando a Judas, 1512.

Y aceptado lo anterior, era menester reconocer que el problema venía, empero, de lejos. Algo ciertamente se dejaba entrever en La Ley de las xii tablas, habida cuenta de un usus que terminaba extrañamente en auctoritas, o dicho con otras palabras, una posesión que podía comportar propiedad con el paso del tiempo. Y puede que aquí nos hallemos ante una suerte de claro de bosque, una inflexión desde la cual poder pensar y hacer historia, otra historia. Pues bien, lo que en todas estas disquisiciones (salvo en la franciscana) no se planteó –quizá porque no podía tener lugar, sentido– era la posibilidad de una posesión desligada absolutamente de la propiedad, allende la usucapión (y la prescripción), en suma, sensible al tiempo. Es decir: una propiedad cuyo último reducto despótico, la exclusión, quedara neutralizada como antes su abuso. Una vez más, el siglo xiii nos servirá de puerto.

Era K. Polanyi, en su ya clásico volumen de historia económica, quien situaba el inicio de esta gran transformación en el “cercamiento” de tierras comunales inglesas violando de esta guisa inveterados usos y disfrutes públicos (en forma de leña, frutos, etc., tal y como quedaba expresamente recogido en la Charter of the Forest). Curiosamente, este mismo hecho ha sido evocado recientemente por U. Mattei en la defensa de una tercera propiedad, más allá de la privada y la estatal, materializada en los “bienes comunes” y en respuesta a un proceso de mercantilización rampante (léase: desde el agua hasta internet). Pues bien, el capitalismo tardío (neoliberal, avanzado, etc.), visto desde la presente perspectiva, supondría una evidente apostasía en su sempiterno reclamo desregulativo y, en consecuencia, la profanación última de la realidad. Y hágase memoria, todo empezó, si creemos a Polanyi, con el siguiente pecado original: conculcando una de las primeras constituciones (i. e., reglas), la Magna Charta (1215).

Sin la fuerza y el amparo de un derecho natural (como ya vimos, a propósito de la suidad), tal vez sea posible, así y todo, construir estrategias de resistencia. Para ello, who knows?, la primera pero más difícil tarea pase por empezar a pensar cómo edificar un derecho positivo no antropocéntrico. Mientras tanto, valga una propuesta no tan ambiciosa (¿no tanto?), mas igualmente eficaz: ¿Qué hay de una reutilización subversiva? ¿De la generalización de un valor de uso sin valor de cambio alguno? Pues, todo lo que se quiera, la reutilización (def. de la rae: volver a utilizar algo, con la función que desempeñaba anteriormente o con otros fines) se opone frontalmente al consumo y, oblicuamente, al reciclaje (que no deja de ser otra variante del consumo). De ser viable esta práctica, sea dicho de paso, resurgiría –aunque por la puerta de atrás– esa posibilidad de un goce soberano que Bataille identificaba en el mendigo (como en el gran señor), pero en ningún caso en el burgués –que trabaja para consumir y consume para trabajar–. Ahora bien: ¿Puede hacerse tambalear el sistema desde la inducción compulsiva de microinfartos? ¿Cómo paralizar, si no, la sinapsis consumista?

Así, pues, frente a la profanación de la economía (esta economía), la consagración de la política. ¿Y si para experimentar algo parecido a lo sagrado, hoy día y entre nosotros, no haya que trasladarse a otras esferas (digamos supralunares), sino quedarse y resistir precisamente en esta, en gestos más bien pírricos como pudieran ser la reconquista de lo perdido y la introducción de nuevas reglas?

 

Addenda: Este exabrupo nace de la lectura de dos pasajes y dos conversaciones. El primer pasaje se encuentra en El capital de Marx (libro i, sección i, nota cuarta): «En los escritores ingleses del siglo xvii suele encontrarse aún la palabra worth por valor de uso y value por valor de cambio, lo cual se ajusta, en un todo, al genio de una lengua que se inclina a expresar en vocablos germánicos la cosa directa, y en latinos la refleja»; el segundo es de C. Schmitt y se halla en La tiranía de los valores (consideración preliminar):

hay que tener en cuenta la dificultad lingüística del tema, que puede conducir a malentendidos en la discusión internacional. La palabra Wert, en alemán, no tiene exactamente el mismo sentido que la palabra valor en latín y en los idiomas románicos derivados del latín, especialmente en el castellano. En estos idiomas, valor guardó contacto con significados como fuerza y virtud, mientras que Wert, en alemán, tiende a relaciones económicas.

Con respecto a las conversaciones (y si la memoria no me traiciona), la primera la sitúo en el verano de 2014, en una terraza situada a medio camino entre el palacio real y el río Manzanares (Madrid), con José Manuel Cuesta Abad de interlocutor, a propósito del absurdo –aunque no para la lógica consumista– que conllevaba un gesto ya tan natural entre nosotros como el de lanzar una botella de vidrio a la basura; la segunda involucra a Mabel Taravilla (activista y fotógrafa) que un día indeterminado del invierno de 2015, en una cafetería de nombre La Roux (Alcobendas), y ante mi fanática apología del sistema de reciclaje alemán (y su paranoica separación del vidrio por color), me soltó de sopetón la siguiente frase que me sumió en el silencio y me ha dejado aturdido desde entonces: “La clave no es el reciclaje, sino la reutilización”.

 

 

Bibliografía

La Ley de las xii Tablas, Madrid, Tecnos, 2011.

Agamben, G., Profanaciones, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2013.

Alonso Valdespino, C., De la reforma de las leyes civiles, Nabu Press (ed. facsímil), 2010.

Bataille, G., Oeuvres completes, t. viii, París, Gallimard, 1976.

Bracton, De Legibus et Consuetudinibus Angliae, Massachusetts, Harvard University Press, 1977.

Ihering, R., Tres estudios jurídicos, Buenos Aires, Atalaya, 1947.

Kant, I., Fundamentación para una metafísica de las costumbres, Madrid, Alianza, 2005.

Mattei, U., Beni comuni, Roma-Bari, Laterza, 2011.

Molière, El burgués gentilhombre, Madrid, Alianza, 2015.

Montesquieu, Del espíritu de las leyes, Madrid, Alianza, 2012.

Pérez, A., De iustitia et de ire, Roma, 1668.

Polanyi, K., La gran transformación, México, Fondo de Cultura Económica, 1992.

Savigny, M., Tratado de la posesión según los principios del derecho romano, Granada, Comares, 2005.